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Nunca he visto mucho la tele. Incluso en los tiempos en los que más se pusiera en casa, creo que en mi familia quedábamos claramente por debajo de la media; no teníamos en la cocina, para queja de casi todos (algo que, sin embargo, he acabado replicando en mi casa), así que además quedaba constantemente fuera de la ola cultural del momento, que quedaba definida a la hora de la cena en tantos hogares. Fenómenos de audiencia absoluta como Sorpresa, sorpresa o Médico de familia nunca formaron parte de mi conocimiento directo, aunque era inevitable escapar de su influencia. Una vez más, yo siempre al margen.
Sí cenábamos con el tiempo justo para terminar a las 21:50 y correr a ver Las Noticias del Guiñol, que ha marcado sustancialmente mi interés por la actualidad y la política y, sin duda, mi humor, pero esa fue toda la televisión después de la cena que tuve durante años.
Desde luego, nunca tuvimos la costumbre de tener la tele puesta “de fondo”, y muy pocas veces, salvo en vacaciones, tengo el recuerdo de sentarme delante “a ver qué echan”, salvo con los videoclips en los canales musicales cuando todavía emitían música. Nunca he tolerado bien que los programas comenzaran o terminaran a horas indeterminadas, esa terrible falta de respeto al espectador que se ha visto como lo normal. Recuerdo mi satisfacción con este tema cuando fuimos socios de Canal+ (y el entusiasmo de recibir su revista de programación, con novedades, reposiciones y avisos de últimos pases, que permitía, en fin, planificarse) o, años más tarde, esos comienzos tan esperanzadores de Cuatro, que sólo sirvieron para demostrar que lo que unos cuantos deseábamos (la calidad, el respeto al espectador, las cosas bien hechas) no era viable y estaba destinado a desaparecer o a algo peor.
Mis padres decidieron darse de baja de Canal+, o de como se llamara ya entonces, el año en que iban a emitir la última temporada de Friends. Como a tanta gente de mi generación, la serie de David Crane y Marta Kauffman ha marcado nuestra vida por múltiples motivos, de los que ahora destaco dos. El primero: con ella aprendí lo que era una “temporada” de una serie. Creo que nunca había seguido ninguna en continuidad siendo consciente de ello. Por mi edad, la mayoría de lo que yo viera serían capítulos autoconclusivos que no dejaban excesivas consecuencias para la trama principal o que, en el caso de hacerlo, simplemente lo asumíamos y ya; creo que nunca se me había ocurrido que los especiales de Halloween, Acción de Gracias o Navidad de los Simpson hubieran sido concebidos para emitirse en esas fechas concretas. Y, como digo, las series de prime time me quedaban fuera de lo permitido, en su mayoría. La lógica decía que el capítulo de mañana venía después del de ayer, pero tampoco le daba muchas vueltas. Sin embargo, después de decenas de capítulos de Friends (creo recordar que fueron emitidos todos seguidos hasta entonces), con sus ya buenas idas y venidas de amoríos y nuestras emociones ya reales por ellos, los seis “colegas” se van a esa casa de la playa, con la novia nueva de Ross, a la que Rachel había convencido para raparse la cabeza… y, entonces, todo cambió. Ross camina por el pasillo de las habitaciones y se encuentra, indeciso, junto a dos puertas, una enfrente de la otra; nosotros obviamente queremos que entre en la de Rachel, pero no sabemos cuál es cuál. Duda, pero finalmente se decide y abre. Dice “hola”, pero no vemos a quién. Títulos de crédito, sin gag final. ¿¿QUÉ??
Después de esto, meses de espera, meses, hasta los siguientes capítulos. Yo nunca había vivido esto. Supe que lo que yo había visto era el final de la tercera temporada. Aproveché las reposiciones para ver cómo terminaban las otras dos; eran capítulos que ya conocía, emocionantes, pero a los que había seguido el comienzo de la siguiente tanda sin más conocimiento por mi parte que los cambios en la cabecera. Recuerdo mi emoción real al ver una fotografía en el periódico (juraría que en blanco y negro, en verano) que anunciaba su regreso. Por supuesto, la recorté y guardé. Y, por supuesto también, alguien mejor informada y con más mala leche que yo, se encargó de ir contando por el instituto qué pasaba tras esa puerta, días antes de que lo pudiéramos ver los demás. En fin.
La segunda cosa que aprendí con Friends (bueno, tercera, si cuento ese “tratar de huir de los espoilers”) fue a bajarme series. Por supuesto, no estaba dispuesta a quedarme sin ver los últimos capítulos de esta serie que había marcado mi adolescencia más tarde de lo que fuera imprescindible. El último capítulo lo vi una mañana (por lo que deduzco que falté a la facultad). Cuando por fin se bajó, puse mi teléfono en silencio, cogí aire e hice doble click (y supongo que buscaría los subtítulos, los sincronizaría, en fin, esas cosas). Era un momento histórico pero que sabía cuántos minutos iba a durar (el último capítulo es doble) y yo elegía cuándo iba a comenzar. Después de años de esclavitud, una vez vives este control creo que ya no hay vuelta atrás.
Así se abrió la veda. Luchando por cada Mb, pasé más minutos de los que me gustaría reconocer mirando fijamente los numeritos del eMule, viendo subir lentamente los porcentajes y celebrando cada nuevo fragmento descargado. Así aprendí que las sitcoms duraban 22 minutos y los dramas, 44, o 55 si eran de cable; que las pausas publicitarias no se colocaban en cualquier lugar (y mucho menos, en mitad de secuencia, o incluso de frase) y que servían para completar, respectivamente, media hora u hora entera en la parrilla televisiva. Conseguí ver Frasier al completo, que nunca había podido disfrutar como se merecía, pero también ficciones nuevas para mí pero que me marcaron lo indecible como The West Wing o Six Feet Under (una hora para verla, una hora para llorarla, calculaba). Sabía por compañeras que éstas se emitían también aquí en algún canal pero, según contaban su experiencia con los horarios y el desorden de los capítulos, jamás me planteé hacerlo de otra manera que esta que ya dominaba. Y sí, cuando tuve algo de dinero me regalé ambas series originales para celebrar nada menos que haber terminado la carrera. Hoy ambas, entre muchas otras, presiden mi salón.
Nunca he visto mucho la tele, pero he disfrutado de muchísimas series, sobre todo, a partir de entonces. Pude empaparme de la última Edad de Oro de la televisión mientras descubría series simplemente divertidas que se estrenaban esos años, aprendiendo a darme atracones como no había sido posible hasta entonces. Hubo años en los que conocía casi todo lo que se hubiera estrenado en España y en USA y de la mayoría había visto al menos un capítulo. Aprendí muchísimo de unas y otras, a una velocidad y con una eficacia tremenda. Sólo volvía a la emisión en directo cuando se estrenaban las series en las que yo trabajaba; no he podido soportarlo más allá de eso, y a duras penas, la verdad.
El tiempo ha pasado y, por fin, tenemos forma legal de ver muchísimo contenido (con perdón), más de lo que tenemos tiempo de disfrutar. Esas suscripciones permiten ahorrar tiempo en buscar la serie, los subtítulos, ahorrar también riesgos de descargar algo que no quieras y, en fin, pagar a los creadores de esto que tanto nos hace disfrutar. Bendita era del streaming, que ha coincidido con mis tiempos de bebés y falta de manos y de tiempo en el ordenador, además de una pandemia mundial, entre otras cosas.
Como es bien sabido, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, así que, en mi opinión, hay que pararse un un poco a decidir qué va a ser merecedor de mi tiempo: qué se ha estrenado ahora, qué serie que yo veía ha vuelto con una temporada nueva, qué serie que se me pasó está ahora en esta otra plataforma a la que sí estoy suscrita, qué historia voy a abandonar. Ahora es fácil que el “qué vemos esta noche” sustituya al “qué cenamos hoy” (que en esta santa casa no se pronuncia gracias al ya famoso menú mensual). A mí, desde luego, me merece la pena.
Por suerte, con aplicaciones como Just Watch la vida es más sencilla. O, la que ha sido de gran ayuda durante todos estos años, TV Time (aquí, mi perfil; mejor en el móvil), además de Letterboxd para películas (de nuevo, aquí estoy yo); quizás ahora no las llevo tan atentamente como me gustaría, pero al menos sí tengo actualizado lo que veo (me gusta echar la vista atrás y saber lo que he visto) sin demasiado esfuerzo y estoy razonablemente informada de lo que está por llegar, dadas las circunstancias. No tiene el encanto de las revistas de papel pero hacen bastante llevadero organizarse y seguir recomendaciones de gente de la que te fíes. Si te sirve mi criterio, siéntete libre de seguirme y cotillear en mis perfiles, vergüenzas incluidas.
📺 Por si te interesa: mi programación para estos meses
La segunda temporada de Euphoria terminará este lunes, lo que dejará un hueco importante en mi corazón parrilla semanal que creo que llenaré con la cuarta y última temporada de Killing Eve; no son comparables, pero sigo queriendo a Sandra Oh en mi vida, haga lo que haga. Mis martes están siendo ahora para el placer sin culpa de The Gilded Age y, cuando se termine, faltarán ya pocas semanas para la primera parte de la última temporada de Better Call Saul, donde cómo no sufrir. Los jueves voy a continuar con The Sopranos, que estoy disfrutando dosificándola semana a semana, una temporada por trimestre, así que tengo con ella hasta 2024. Mis domingos ahora son para la cuarta temporada de The Marvelous Mrs. Maisel, voy a intentar ver solamente uno por semana para saborearlo mejor. Tengo ganas de ver qué tal es Our flag means Death (aunque tengo pendientes dos temporadas de What we do in the Shadows que me muero, je, por retomar) y dentro de nada vuelve Better Things, aunque la última me falta también, supongo que el año pasado tenía sobredosis de maternidad. Echaré un ojo a Winning Time: The Rise of the Lakers Dynasty, aunque el tema me pilla un poco lejos, quiero ponerme al día con Atlanta y veré si me reengancho a The Boys. He oído cosas buenas sobre Pam & Tommy, pero no sé si voy a llegar. Espero que no estrenen mucho más que me interese estas semanas, porque solamente con esto ya no llego con mi tiempo de tele. Además, todo esto es la teoría, claro, porque no sería nada raro que los hábitos de sueño de LaPequeña volvieran a cambiar y se me fuera el plan al garete.

El trimestre que viene lo tengo más difuso, como es natural. A finales de abril volveré a Baltimore con David Simon y We Own This City, que presidirá mis lunes con honores, y un mes después tendrá en el martes un contraste genial de los que me gustan en mi vida que será la segunda temporada de Drag Race España. Vuelve Stranger Things, aunque reconozco mi pereza y no sé si me la ahorraré. En algún momento se estrenará The White House Plumbers (y supongo que vendrán más sobre este tema, porque se cumplen 50 años del Watergate, y las quiero todas), la nueva miniserie de David E. Kelly, Love and Death, pero también The House of Dragon, cómo no acudir a pesar de todo, quizás en estas semanas o ya en septiembre, junto a The Rings of Power, que lleva meses agendado en nuestro calendario común. Aquí figuran otras series que vemos juntos cuando se alinean los astros, como Foundation, The Expanse, Rick and Morty y ya veremos si Bobba Fett pasa el filtro de mis recomendadores o no (si tienes opinión, cuéntame).
Confío en que el verano venga algo más suave de novedades y pueda ponerme al día con otras cosas que se me han ido pasando estos meses y que, por suerte, sé que merecen la pena desde antes de verlas.
Esta semana tiene un día menos por puente escolar, así que llego hasta aquí. Salud.