El cambio climático alarga el verano hasta unos puentes que antes eran ya claramente de otoño… y hemos tenido la fortuna de poderlo disfrutar –aunque con el remordimiento tras la oreja, como Sarah Scribbles– en la playa, con una temperatura que en otro momento habría sido normal en verano. Sin embargo, el verano de ahora, con sus cinco grados de más, a mí me deja esta costa impracticable, especialmente con paseos agónicos hasta la playa propiamente dicha, cargados con los niños y sus cosas y, además, sus cosas de más que tenemos por aquí.
Pero esta vez fue diferente. Mucha menos gente, por si fuera poco regalo, nubes cada tanto y brisa fresca, nada de ese aire que parece expulsado de un split de refrigeración. Y, por nuestra parte, tolerancias ligeramente ampliadas –al ruido constante del mar, suponemos; al tacto de la arena en los pies, probablemente; a lo impredecible de las olas, quizás–, que nos permite que, tras la media hora obligatoria para prepararnos e intentar salir de casa con los pertrechos pertinentes, no tengamos que marcharnos de la orilla a los diez minutos de haber conseguido llegar. No sé expresar el agradecimiento por el avance que supone esto.
Juegos de agua y juegos de arena, tan dados por supuestos y que, por ejemplo, tan naturales le salen a LaPequeña –nuestra perspectiva, supongo, nos hace ver con asombro primero la neurodiversidad, pero luego también lo neurotípico– que se convierten en momentos, no voy a decir de relax –ninguna toalla fue extendida sobre la arena para descansar; ningún libro osó colarse en ninguna bolsa de playa con la mínima esperanza de ser leído relajadamente, ni aunque fuera un simple párrafo), pero sí de armonía, en los que, por unos segundos (segundos, insisto, nada más–, nos permitimos mirarnos y decirnos con la mirada, para no chafar nada, “lo conseguimos”.
Debo sumar la satisfacción de que uno de mis juegos predilectos de playa, cultivado durante lustros de infancia y luego en momentos sueltos de juventud, lo he podido compartir con ElMayor, al que creo que le ha gustado sinceramente (en él no hay diplomacia; si algo no le interesa, ni lo mira ni lo atiende y, probablemente, ni permanezca sentado cerca de la propuesta).
Se trata de tomar con la mano una cantidad cómoda de arena algo más que mojada, fluida, para dejarla caer, derramándola con cierta guía de la punta de los dedos, dosificándola como un gotero que la experiencia ayuda a regular, creando una suerte de churretes, por no decir zurullos, de barro, que pueden adornar más o menos estéticamente el castillo de arena que se haya intentado edificar. A mí ni siquiera me hace falta esa excusa primera: los propios churretes se derrumban por su peso o por lo que se sigue vertiendo sobre ellos o su alrededor, de modo que los nuevos se yerguen sobre los antiguos, tan orgullosos hace solamente unos segundos.

Puedo pasar horas así, mirando sus formas irregulares, lo impredecible de su formación, sin preocuparme, como hago en casi cualquier otra circunstancia, si quedará bien, o lo suficientemente parecido al plan que ya he trazado en mi cabeza, muchas veces antes de que sea incluso consciente de haberlo pensado. Me rindo ante un proceso que no puedo controlar, y eso es algo que no me ocurre casi nunca. Tampoco hay ocasión de hacer un ensayo en el diseño para experimentar y probar, sabiendo que luego tendré la ocasión de realizar la versión definitiva (cuántas cosas no habría empezado a escribir si no me hubiera dado permiso para esbozar sin compromiso las primeras ideas, incluso en horas ya utilizadas, para no mancillar nada).
El cambio de estación se produjo en mi propio cuerpo, con ese equilibrio ensayado tantas veces al cambiarse la ropa de playa por la de vestir, de pie y como se pueda, teniendo en una pierna todavía el traje de baño sin acabar de quitar, mientras la otra luchaba por entrar, con el calcetín ya puesto, en el pantalón largo.
Qué ganas tenía de otoño.
🍂 Volver a Stars Hollow con café y mantita
No sabía cuántas ganas tenía de esto hasta que me topé por casualidad con uno de esos artículos donde periodistas nacidos en este siglo ven las cosas con las que crecimos los de ya mi edad, que siempre me interesan para descubrir qué doy yo por sentado que a ellos les sorprende. En un ataque de irresponsabilidad y falta de respeto hacia mi lista de pendientes, me he lanzado este otoño a volver a ver esta serie, y he descubierto, cuando ya estaba a mitad de la primera temporada, que esto mismo es una práctica habitual de bastante gente, y precisamente en esta época del año. Sinceramente: lo que, sin duda, en otro momento me habría tomado como una pérdida de oportunidad de ver algo nuevo, algo más interesante en otros términos (y más ahora, que con los horarios y despertares nocturnos me permito ver, como máximo, un capítulo, de lo que sea, al día), ahora me lo he tomado como un descanso, un refugio, que intento que sea sin culpa; me entrego a la ñoñez y a los jerséis, allá voy.
No sé cuándo vi Las Chicas Gilmore por primera vez, pero desde luego yo no era mucho mayor que Rory en la primera temporada. Ahora soy mayor que Lorelai y tengo una hija propia –en cuya adolescencia pienso cada vez que me pone a prueba–, así que este salto generacional conmigo misma viene con piruetas y mortales. Y me parece bien también.
Hasta aquí llego esta semana. Salud y ropa calentita.