Acaba de terminar esta temporada de premios con los Oscars de este domingo, el equivalente al calendario litúrgico para los religiosos, la Champions para los futboleros… y ya está la rueda girando otra vez, porque esto no para. Y justo al comienzo de esta nueva carrera nos encontramos con, en mi opinión, una de las películas que va a marcar todo el año: Dune: parte dos. No era esto lo que pensaba contar esta semana, pero no me quiero aguantar las ganas de dejar por aquí algunos apuntes e impresiones. Es mi boletín y hago lo que quiero, incluso aunque sea saltándome mi propio criterio.
Si quieres la versión rápida: sí, te recomiendo ver esta película, cinco estrellas de cinco. En el cine, todo lo grande que puedas.
Denis Villeneuve es uno de esos directores de los que siempre quiero ver qué hacen, aunque no tenga más razón que su nombre. Y me suele gustar, mucho, casi siempre. Consigue tenerme en el punto justo de comprensión de los personajes, que entienda sus sensibilidades, sus contradicciones y sus dudas y espere con ellos, conteniendo el mismo aliento, los silencios antes de que se diga o suceda lo siguiente. A la vez, me sorprende y me fascina al mostrar nuevos universos, sean o no conocidos, nuevas realidades, y me divierten las coreografías y batallas, los cambios de tono y cómo los reinterpreta, lo cuidado de cada elemento de la imagen. Con todo esto, con lo íntimo y lo trascendental, me gana, ya sea en películas tan diferentes entre sí como Incendies (2010) o Arrival (2016), dos de que seguro entrarían en mi lista de mejores de la década pasada, si la tuviera.
Y aquí, en la secuela de Dune, se vuelve a hacer necesario narrar lo grande y lo pequeño. Tenemos grandes viajes desde el otro extremo de la galaxia, pero todo depende de quién gane en una pelea a cuchillo, cuerpo a cuerpo. Vemos enormes movimientos humanos, liderados por algo más grande que la suma de todos ellos, conspiraciones durante generaciones, pero el destino depende de alguien que arquea ligeramente una ceja tras un velo. Me parece valiosísimo que todas esas escalas de realidad estén bien contadas, bien desarrolladas, tan visualmente apetecibles y siga siendo todo tan coherente.
Los tres planos del protagonista, Paul Arteides –y el resto de nombres que va teniendo– también quedan clarísimos. El hombre, que pasó de ser muchacho en la primera película y aquí ya tenemos su trama sentimental; el señor, con su historia familiar, las diversas herencias, lealtades y traiciones, además de su conocimiento del mundo, control de los elementos y las bestias; y el Mesías, con sus resurrecciones y renacimientos, sus profecías ciertas o no, el autoconocimiento de su influencia y su uso para un bien mayor, además de la trascendencia, ya sea por divinidad cierta o por la fe de sus seguidores. Hay que llevar esas tres líneas en paralelo, y que tengan sentido en un mismo personaje, en relación a los demás y que además haga avanzar el resto de la historia.
Lo bueno de realizar esta película en esta década, además de que la parte técnica es apabullante, es que puede hacer frente a uno de los temas más controvertidos que vienen de la novela de 1965. Los personajes arquetípicos lo son sin disimulo ni vergüenza, aunque a alguno de ellos se les enriquece con algo más de volumen, como a Chani; lo contrario sería intolerable en 2024 –Zendaya aniquila con una mirada todo un white-man-splaining: es estupendo–. Ella, Chani, es tan consciente de su rol, en forma de segundo nombre, de profecía que se niega a creer, que lucha para rebelarse contra todo ello. Precisamente, este escepticismo es lo que añade interés a su personaje, más allá del romántico, porque abre toda una escisión entre los Fremen.
Esa autoconsciencia está también presente, por supuesto, en Paul, incluso de lo problemático de la figura del salvador blanco de su personaje –y poca gente habrá más blanca que Timothée Chalamet–, pero en vez de obviar el debate, lo juega, forma parte de sus contradicciones y evolución y es otro de los temas de la película.
Pero no siempre hay que descubrir el fuego: si hay cosas que funcionan, a veces no hay que darles más vueltas y “solamente” hacerlas bien. Cuántas veces hemos visto al personaje del joven prometedor, príncipe del mal y amenaza directa del protagonista, quién sabe si su reverso tenebroso, o él mismo en otras circunstancias o desde otro punto de vista, que debe responder ante su superior pero que tiene manga ancha para actuar por su cuenta y para quien las psicopatías varias son un plus. Feyd-Rautha –Austin Butler– nos da todo eso y Villeneuve nos lo muestra en todo su esplendor. Qué expresión, qué volúmenes, qué fascinación ante su belleza enferma, al borde de la humanidad, qué luces y sombras… qué coliseo nazi para su mayor honra. Todo bien.
El problema fundamental para mí de Dune: parte dos es que para disfrutar de todo esto hay que haber visto la primera película de lo que, a falta de confirmación definitiva, será al menos una trilogía, quién sabe si algo más. Entonces había que presentar un universo nuevo, con sus peculiaridades y sus distintas líneas y, al querer hacerlo todo importante, magnífico, se me hizo muy pesada para avanzar con todo a la vez.
Pero hicimos bien en confiar. Tenía claro que si Villeneuve había elegido esta historia era porque él se veía capaz de sacar mucho de ella, que, partiendo de una estructura relativamente sencilla, arquetípica y con metáforas demasiado evidentes, se podía hablar de temas interesantes y trascendentes, además de disfrutar de unos personajes que si siguen funcionando es por buenos motivos. Sin conocer la historia del siguiente libro, entiendo que el tema de la profecía y el destino va a ser algo fundamental, y me parece que es algo de su interés, como vimos en Arrival o, en mi opinión, Incendies, que yo siempre codifiqué como una tragedia griega. De nuevo, temas universales.
Hay mil cosas que me apetece alabar de esta película, pero no creo que pueda ni deba. Apunto la última: para guiarnos hacia el futuro, él debe conocer también el pasado, toda la belleza y el horror de las generaciones anteriores… pero eso es algo que solamente pueden hacer las mujeres; un hombre no sobreviviría. Toma ya.
En fin, que salí del cine con una satisfacción enorme, agradecidísima de haber podido estar ante algo así, disfrutando todo lo posible del cine, que se hizo para películas como esta. Qué bien también haberla visto tan cerca de la Semana Santa, por cierto; intentaré redondearla con Los Diez Mandamientos, Ben-Hur y La vida de Brian, que de todo tiene.
P.D.: esta generación de estrellas no sé si lo hace todo bien, pero sí muchas cosas. Por ejemplo, las alfombras rojas.