La puerta de un colegio es un universo en sí mismo. Allí coincidimos gente que no tenemos absolutamente nada en común, con la que jamás nos pararíamos a hablar nada que no fuera del tiempo y, en un momento, podemos estarle contando detalles íntimos de nuestra vida privada. Solo porque nuestros hijos e hijas van al mismo centro.
Por supuesto que el hecho de estar en un barrio y no en otro, en un centro público o privado –lo de los concertados en España lo dejamos para otro día– ya va dando pistas de qué nos podemos encontrar, pero tampoco es nada definitivo.
Frente a esa valla metálica asistimos a revelaciones de embarazos, de separaciones, de enfermedades. Planeamos motines contra el sistema, cuando hay fuerzas. Cada persona tejemos en nuestra cabeza el esquema de relaciones familiares y de amistad, cuyos nodos son hermanos y compañeros, de la otra clase, de la hermana mayor, que son vecinas, que coinciden en la extraescolar. Y esa red da una seguridad inaudita a la hora de necesitar presentarte ante alguien, sabiendo que vas a ser bien recibida.
Quienes tenemos la suerte de poder acompañar a nuestros peques al cole cada mañana formamos parte de las rutinas unos de otros. Vemos con un simple gesto en las cejas que es un milagro haber llegado hoy a la hora, que parece mentira que el día acabe de comenzar, nos saludamos a lo lejos y a la carrera porque se puede conciliar, pero sin pasarse.
Cuando hay algo más de un minuto, nos preguntamos qué tal. En casi cualquier otro contexto damos por hecho que no vamos a contestar literalmente qué tal estamos a quien nos pregunta. Lo habitual es decir “bien” con una sonrisa y pasar a otro tema, al tema “importante”, que casi nunca es nuestro estado, por supuesto. Si hay algo más de roce, buscamos fórmulas casi humorísticas para responder, llenas de sobreentendidos que no nos llegamos a explicar, porque a ver cómo va a estar cualquiera en 2025. Pero aquí es diferente, al menos con quien has tenido la suerte de poder derribar esa primera barrera de confidencias, de pudor, que ya sabe algo más de tu vida. Con quien sabes que te puedes ahorrar esa sonrisa si no es de verdad.
Ahora que lo pienso, si una mañana en el cole alguien contestara, sonriente y sincero, con un “bien” sin matices, sin un “dentro de lo que cabe”, sin un “para como hemos estado, ya sabes” me resultaría poco menos que sospechoso.
Porque la crianza es agotadora, diría que incluso la más sencilla, aunque no quiero hablar de algo que no conozco. Pero todos y todas las que estamos ahí en ese momento partimos de esa base. Y después, claro, cada cual debe sumar lo que sea que tenga encima, criaturas aparte.
Por eso, aquí puede que sí acabemos alcanzando ese grado de confianza, también con esa gente con la que, si la conversación fuera sobre cualquier otra cosa distinta a lo que nos une, no aguantaría un asalto. Estoy convencida de ello, igual que muchos lo pensarán al verme aparecer a mí. Y, sin embargo, ese vínculo se puede lograr incluso de un modo exprés: dos personas que apenas se conocen de vista alcanzan en un número mínimo de frases cuestiones intimísimas, que quizás gente más cercana ni intuyan, solamente porque encontraron mutuamente un brillo de afinidad. Yo he estado en ambos lados, en el de quien recibe confidencias tremendas por parte de alguien que no sé ni cómo se llama, y en el de quien intuye una mirada de comprensión y explota con algo que quizás apenas había verbalizado nunca. Y todo eso entra en el pacto que aceptamos implícitamente. Bendito sea.
Por supuesto, también está quien se limita a hablar de fútbol, otro tema inagotable a lo largo del tiempo, quién sabe si por evitar hablar de otras cosas, definitivamente cerrando la puerta a quien pretenda abrir un poco el círculo. Pero eso es un problema que no me corresponde a mí solucionar, que bastante tengo ya.
Esos breves encuentros también sirven, claro, para ver que los más cerriles del instituto se han reproducido, o para pensar que hay que ver cómo le habla Fulanito al crío, así está el pobre muchacho. Se nota quién, más o menos a conciencia, ha hecho un ejercicio de conocimiento propio y tiene la inquietud por romper ciclos e intentar hacerlo mejor con la siguiente generación y quién simplemente tira de lo que se hizo en su casa porque ni siquiera se plantea otra cosa. Y, con todo, al poco de ser madre y enterarme de qué iba la historia, me di cuenta de mi convencimiento profundo de no volver a juzgar a otra madre, mucho menos sin conocer sus circunstancias. Hacemos lo que podemos para sobrevivir.
El tema de la crianza es inagotable, podríamos no hablar de nada más durante horas, cada día. Cuando crees que lo tienes ligeramente controlado, ocurre algo, alguien crece, lo que sea, y casi hay que volver a empezar. Sin tener jamás todas las respuestas, sabiendo que las preguntas solamente se acaban cuando decides que ahora no puedes permitirte pensar en ellas. Cuando el corro es con otra familia con necesidades especiales esto se multiplica… y se rebajan muchas defensas que instintivamente nos podemos quienes, por ejemplo, seguimos sin saber si podremos tener alguna vez una conversación con nuestro hijo. El tono y los matices de todo cambia, necesariamente.
A veces el tema se alarga, o es urgente, o se alinean los planetas y alguien propone seguir la conversación en casa. Nuestras casas, que quedan arrasadas después de un desayuno que intentamos que sea sin gritos, una nada despreciable cantidad de prendas de ropa descartadas por quien las eligió previamente lanzadas por cualquier sitio, una salida de casa precipitada. Una casa que no pasaría la aprobación de ninguna abuela, de ningún manitas que tuviera que venir a arreglar algo… pero que, ante esa persona, que no pocas veces no sabemos ni cómo se llama más allá de “mamá o papá de”, sabemos que no hay peligro.
Tomar un café en una cocina sin barrer se convierte en un acto de confianza supremo, de sentir que estamos a salvo, que no hay juicio, que estamos en las mismas. Que sobrevivir no es poca cosa.
Seguimos. ¡Salud!
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Qué maravilla de artículo. Y qué importante ese café entre la vorágine, ese café que ayuda a sobrevivir. ☺️👏🏾
Elena, me he sentido tan... ¿Arropado y entendido?
La puerta del colegio como microcosmos donde personas diferentes se encuentran y conocen. En ocasiones solo comparten saludos, otras... conocen personas que podrían ser amistades para toda la vida...
No puedo estar más de acuerdo contigo. En mi caso he podido conocer, entre las personas "normales", a gente increíble que te sorprende (para bien) cada día. No puedo estar más agradecido de esa verja roja que separa las clases del resto del mundo :P
Me recuerda a la típica taberna de un juego de rol, donde los personajes se conocen antes de comenzar la aventura. El pícaro, la guerrera, los magos y el juglar se encuentran en la puerta del cole...