Este de hoy no es un Boletín fácil. No tiene un tiempo interno, ni siquiera una estructura muy clara. Está guiado por el dolor, por la rabia, por el miedo, por unas gotas de esperanza en que, si hablo de esto, estaré poniendo una piedrecita en el camino que confío en que un día pueda recorrer él solo.
Si llevas un tiempo por aquí, quizás ya sepas que mi hijo, ElMayor, es autista, con mucha necesidad de apoyos. El 2 de abril es el Día Internacional por la Concienciación del Autismo y entiendo que parte de mi papel como madre de un peque discapacitado es divulgar.
Quiero dejar claro que no hablo por todas las personas autistas, ni mucho menos, ni por todas las familias; esta es una condición muy compleja, que cada persona vive de una forma diferente, con necesidades diferentes, con preferencias diferentes… pero creo que, si algo tenemos en común, es que el mundo en el que vivimos no está diseñado para personas como nosotras… y que sabiendo un poquito más, teniendo en cuenta lo mínimo, muchas vidas podrían cambiar enormemente.
Esto que te cuento hoy es parte de mi experiencia con mi hijo, pero seguro que con motivo de esta fecha encuentras mucha información, más general y más exhaustiva, más desde la conciliación y menos desde el dolor y la rabia, que complete esto que te cuento hoy. Gracias por leer.
Esa minoría en el metro
Me gustaría no tener que explicar que el niño necesita sentarse en el metro, que es discapacitado aunque no lleve muletas como el del cartel que has ignorado, por cierto. Si lo necesitas, te enseño su carnet, porque lo tiene, pero en fin.
Curiosamente –no–, la misma gente que se indigna al no entender por qué debe cederle el asiento es a la que le molesta cuando él hace algún movimiento o algún sonido que se sale de “lo normal”.
Por suerte, esta gente es claramente minoría.
Quiero pensar que es la misma que toma el ascensor público en vez de las escaleras mecánicas, aunque no lo necesite. Es decir: que son pocos, aunque fastidien mucho.
Tiempo de ocio
Ir al parque, el lugar de disfrute infantil por excelencia, ha sido un foco de dolor –dolor para mí– durante años, porque ahí quedaba explícito que, lo que debía ser más sencillo, que un niño jugase, era algo que él no sabía hacer… al lado de todos los demás, que sí, cómo no. Cuando salimos de casa tras el confinamiento se ponía a llorar al estar cerca de otro peque, así que hemos avanzado mucho, sin duda. Pero desde luego que no puedo permitirme sentarme en un banco a charlar, o incluso tomarme algo perdiéndole de vista, como hacen mis semejantes. Vivimos en otro universo, está asumido, y no espero que tú vivas en él; solamente que seas consciente de que existe.
Poco a poco intentamos hacer planes normales, “como la gente normal”, pero no sé si eres consciente que lo más divertido para los demás –la fiesta, los gritos, el salir corriendo, navidades, carnavales, cumpleaños, el tiempo de ocio en general– es lo más difícil para nosotros… con la culpa añadida de que tendríamos que estar pasándolo bien cuando solamente queremos que se acabe.
Nosotros somos afortunados: nos podemos permitir y nos atrevemos a hacer cosas –vamos aprendiendo todos–, viajar, ir a sitios, ignorar las miradas, aunque lo más fácil habría sido dejar de intentarlo hace mucho. Conozco familias que se quedan en casa, quieran o no, que no pueden acceder a actividades de ocio si no son muy concretas o están adaptadas –cada vez hay más, pero ni son muchas ni llegan a todas partes–. No siempre hay fuerzas para pelear, aunque sea por lo básico. Y no, camarera del restaurante, no me parece bien que nos sientes en el rincón ni voy a enchufar al niño a ningún dispositivo porque consideres que estropeamos tu ambiente; no es impaciente ni está malcriado, es discapacitado; en cuanto llegue la comida estaremos todos más tranquilos, hazme caso. Aquí tienes un capítulo de Barrio Sésamo donde explican lo que está pasando, aunque podrías haber preguntado simplemente.
Lo cotidiano
Cada uno en su casa hace lo que quiere y lo que puede. Y en la mía, en las semanas malas –porque sean vacaciones y no podamos seguir la rutina de siempre, porque en el colegio no haya personal suficiente si alguien está de baja y él no está atendido como necesita y tiene derecho, por cualquier otra razón que desconozcamos porque él no la puede contar–, lo que no se puede es dejarle solo un minuto. Literalmente. Necesita estar acompañado en todo momento para comer, para jugar, para ir al baño. Imagina todo lo que se queda sin hacer en una casa en ese tiempo. Por supuesto, mi horario de trabajo es, como máximo, las horas en las que él está en el cole. Y le recojo antes porque, de nuevo, en el patio no sabe jugar.
Me gustaría que no dieras por hecho que somos maleducados o bordes por marcharnos en el momento en que decimos que nos marchamos, sin alargar la despedida. Me gustaría que tuvieras en cuenta que esos segundos, que suelen ser minutos, que tarda en comenzar lo que sea que hemos venido a hacer, estamos haciendo lo imposible por permanecer, que antes de empezar ya estamos agotados. Me gustaría que entendieras que no puedo darme la vuelta a medio camino, que no puedo hacer algo que no hayamos previsto, que no puedo pararme a charlar un minutito si voy con él.
Sería genial que en tu frase de “pero qué guapo es” no hubiera nada que compensar implícitamente. No sé por dónde empezar a contestarte cuando dices cosas del tipo “qué especiales son” o “es un ángel”. Sería genial que no pensaras que “no se le nota nada” es un halago.
Sé que tienes buena intención cuando me dices que me relaje, que no me preocupe, que tu hijo tampoco te hace caso, que tu hija no para quieta, que no te cuenta nada de lo que pasa en el colegio. Sé que lo dices por tratar de hacerme sentir que no estamos tan mal, pero consigues todo lo contrario. No sé cómo empezar a explicarte cómo es no saber si alguna vez podremos tener una conversación, que no tengo más remedio que confiar ciegamente en las personas con las que le dejo porque, si algo ocurre, no tengo forma de enterarme; que tengo miedo real, tangible, a pensar cómo vivirá él cuando no esté yo para cuidarle.
Relato de terror en la espera, verano de 2024
Había escuchado muchas historias como estas, temiendo cuándo nos tocaría a nosotros. Pues ha sido hoy, y todavía tiemblo. Y eso que no ha llegado a los niveles de violencia que he visto en otras ocasiones… pero violencia había.
A nadie le gusta esperar en una cola. Y menos si tenemos prisa. Y menos si tenemos niños pequeños. A nosotros no es que no nos guste: es que no podemos. Todavía, porque la esperanza es conseguirlo en algún momento. Parte de su terapia consiste en aprender a esperar. También aprender a pedir ayuda o a jugar con un igual. Porque no sabe hacerlo, no le sale de forma natural; cuando lo consiga –confiamos en que algún día lo consiga– probablemente lo haga obedeciendo una serie de instrucciones, como quien sigue una receta. Ojalá logre hacerla suya.
Tras tu comentario de desprecio hacia nuestro lugar en la fila –que no sé si querías que escuchase o no, pero que escuché–, yo respondí sin pensar. Como una leona. Pocas veces hablo sin pensar antes lo que voy a decir, generalmente incluso demasiado, pero esta vez mis palabras fueron por la vía rápida, la del instinto, y salieron solas. Y me asusté, porque no es algo que yo haga. Y mucho menos si es para confrontar.
Después, tras dejar a los peques, intentamos acercarnos con más calma y explicar la situación, pero tu respuesta fue todavía más violenta. Quiero pensar que lo que te guio fue la vergüenza, pero no lo puedo saber, porque solo llegó tu agresividad mientras te marchabas sin querer saber nada más.
A alguien en silla de ruedas se le ve venir, y no se cuestiona, o así debería ser, que haya rampas al lado de las escaleras o tengan un lugar preferente a la hora de aparcar. De una persona ciega se comprende que no ve, que esa es su discapacidad, y no se le insiste a gritos y señalando repetidamente lo que se supone que debe percibir. Pero hay discapacidades que no se ven y “no se le nota nada”, como me han dicho alguna vez, como si fuera un halago, como si hubiera algo de lo que avergonzarse.
No pretendo que sepas lo que implica para él esperar en una cola “normal”. Que eso le pueda poner tan nervioso que le cueste horas volver a centrarse, a conectar con su entorno –saber dónde está, con quién–, que pueda tardar días en volver a comunicarse –a su manera–, no digamos disfrutar de la actividad a la que hemos venido, a la que tenemos derecho, igual que tú. Entiendo que no sepas que existan bastantes posibilidades de que, si hoy ha sido así, mañana vuelva a pasar lo mismo y echemos por tierra las rutinas que hemos trabajado por instaurar. Es normal que no lo sepas porque no lo has vivido, por suerte, y por eso te lo cuento.
Solo te pido que no des por hecho que nos estamos aprovechando de la situación. Qué más quisiera yo que poder estar en la fila con todos los demás.
En resumen
Si tienes dudas, pregunta.
Vamos a estar encantadas de contestarte, de divulgar de qué va todo esto, porque contarlo forma parte del trabajo de ser madre de un peque autista. Porque nuestra esperanza es que algún día consigan ser lo más autónomos posible y sería terrible que la falta de esa autonomía viniera por un entorno hostil –social, no físico en su caso– al que no se pudieran enfrentar ellos solos. Por eso vamos contrarreloj intentando explicar, hacer que los demás conozcan lo que pasa, para que el mundo sea un poco discapacitante.
Yo tampoco sabía casi nada de esto hasta que me lo encontré de pronto. No te culpo por no saber, te agradezco que te intereses por ello.
Gracias por leer y salud.
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El Boletín Revuelto se publica cada dos jueves. Tienes más contenido, con perdón, en mi perfil.
Puede ser en varios días 😅😊 quiero conocer y aprender de vosotros. Sois un gran ejemplo😊
No te lo dije ayer porque tuve mucho que procesar en general, pero un día me gustaría que me contaras para entender bien la realidad. No lo que opinan, no lo que nos cuentan. Lo que vivís vosotros...