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El año empieza en septiembre, pero quién se resiste a una oportunidad de empezar de nuevo o de renovar promesas como es el 31 de diciembre.
Esta semana veía imposible pasarme por aquí, pero han ocurrido una serie de cosas que me han convencido de que hacer el esfuerzo, a pesar de la que tengo liada en casa, iba a merecer la pena.
Volver a la casa familiar, aunque sea por unas horas, trae siempre una mezcla de pensamientos que difícilmente se pueden dar en otro lugar; la contraposición, casi confrontación, de los recuerdos de infancia, de adolescencia, con la vida de ahora, las expectativas generadas entre esas paredes (lo que incluso llegase a suceder allí) con el resultado de esas horas de estudio en ese escritorio, de esos sueños en esa cama o través de esa ventana, mirando la luna. O, en concreto, ver a mis hijos jugar con los objetos que decidí dejar allí, porque sentí que no debían acompañarme en la vida “adulta” e independiente que seguiría a aquella mudanza. Seguro que esto da para mucho más de lo que soy capaz de expresar ahora.
Hace mucho tiempo, no recuerdo exactamente cuándo ni por qué, empecé a guardar las monedas de cinco duros. Veinticinco pesetas, para quien no lo recuerde, las que tenían el agujero. Sé que fue de un día para otro y con la intención de ahorrarlas. Un tiempo después decidí que con ello me compraría una guitarra eléctrica. Aquí hay que hilvanar un poco la historia: sé que eran esas monedas, que conseguí unas 25.000 pesetas y sé que no tuve guitarra eléctrica hasta después de la Selectividad, cuando ya había euros, así que entiendo que en algún momento fui al banco a cambiarlo, porque definitivamente no fui con todas esas monedas en el metro. ¿Pensabas que iba a decir que me había encontrado todas esas pesetas, ya inservibles? No, cariño, esa guitarra existe y me ha dado muy buenos ratos.
Creo que pasarían unos dos años después de aquello cuando empecé a hacer lo mismo pero con las monedas de dos euros. Esto ya era otra historia, era mucho más dinero y, siendo sincera, mi situación económica era prácticamente la misma, a pesar de estar ya en la universidad, por lo que el esfuerzo era mucho mayor (y, recuerdo, las máquinas de billetes de cercanías devolvían estas monedas siempre que tenían ocasión, lo cual era mi ruina). Esta vez, el objetivo de ahorro debía ser mucho más ambicioso, y tardé bastante más en decidirlo. Pero, mes a mes, yo guardaba mis monedas y las contaba cual tío Gilito y, años más tarde, lo apuntaba en ese Excel del que hablé hace un par de semanas. En torno a 2010, ya con el máster acabado, decidí que usaría ese dinero para viajar a Nueva York; había conseguido cerca de 2000 euros. Sólo me faltaba saber con quién.
Llegó el verano de 2011, mi contrato precario me esperaría de nuevo a la vuelta del verano y solamente el billete de avión me costó más de lo que ganaba en un mes, pero allá que me fui, que nos fuimos. Por supuesto, no pagué todo aquello con efectivo; había conseguido en paralelo ahorrar lo justo para tener un poco de margen en mis cuentas en el banco, aunque contara con el presupuesto de lo que había guardado durante años. Así que sí, estas monedas sí seguían esperándome en una tremendamente pesada caja de zapatos en el fondo del armario de mi antigua habitación.
Me las he traído a casa y realmente no sé qué hacer con ellas. No puedo limitarme a ingresarlas en el banco y que se destinen a pagar la luz o Netflix, creo que eso está claro. Y realmente ya no uso dinero en efectivo si puedo evitarlo, con un corte seco de metal en mi cartera desde que estamos en pandemia. Así que acepto sugerencias.
Ja. Acaban de llamar al timbre y eran cuatro muchachos de, diría, no menos de catorce añazos, cantando villancicos con sus buenas voces ya barítonas. Me he reído de su atrevimiento y he buscado unas monedas en el bote que tenemos para las propinas de los repartidores. Me ha hecho gracia la anécdota, tan navideña además, estupenda para estas fechas, precisamente mientras contaba la historia de las monedas, pero obviamente tampoco voy a destinar mi botín a esto.
He venido hoy a contar esta historia, a pesar de todo, para convencerme del valor de la constancia, que tanto me cuesta cultivar. Esto me recuerda que he sido capaz de algo así, me demuestra que puedo volver a conseguirlo en versión acorde a estos tiempos. Que el esfuerzo (a veces) tiene recompensa. Que no hay atajos para el trabajo y que cada poquito cuenta, que importa, en este caso, venir aquí cada jueves a contar, a escribir, a intentar aportar algo. Que el Año Nuevo es la excusa perfecta para proponerse objetivos y renovar compromisos, un poco como una agenda sin estrenar o la sección de Orden en Casa de IKEA: la promesa de una vida mejor.
📺 Se ha quedado buen día para ver…
Acabo de ver el primer capítulo de la segunda temporada de The Morning Show. La tele sobre la tele siempre me interesa y esta serie tenía mil motivos para engancharme, siendo dos de los principales dos señoras llamadas Witherspoon y Aniston. Hoy la saco a colación porque, uf, trata sobre la nochevieja del año 2019 al 2020… y se ha estrenado este año, así que tiene ese aroma a borde del abismo y propósitos y esperanzas de año nuevo.
Hago doblete hoy en esta sección porque con el tema de la constancia no he podido evitar pensar en un capítulo que es Historia de la Televisión y de la vida en general que es, además, muy navideño: el quinto capítulo de la cuarta temporada de Lost (Perdidos), llamado The Constant (La Constante).
📖 … y para leer…
Acabo con uno de los libros que más he gozado por distintos motivos este año, que es Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, en el que el personaje de Constance tiene mi amor para siempre. Es casi terror, o sin el casi, según lo mires, inspiración para gente como Stephen King, y obra de una mujer que me ha encantado descubrir. Si quieres algo corto de ella, aquí tienes el relato, nada navideño, que le dio la fama, llamado La Lotería.
Espero invocar cosas buenas para este año. En mi caso, tengo deberes. Cuidadito con las uvas.
Salud.