La mañana se despereza gris. Confirmo la previsión del tiempo para hoy mientras termino mi café y reviso mentalmente la ropa que llevarán hoy los peques. Calculo, según mi nivel de cansancio y la agenda de la jornada, si este será el único café del día o no.
Una hora más tarde –me salto ahora todos sus despertares, desayunos y demás– saco la bicicleta del garaje. Mi calle está desierta y a cubierto de la luz, pero ya se adivina a lo lejos el rugir de varias mochilas con ruedas del alumnado del colegio que en realidad está más cerca de casa. Mi cuerpo todavía mantiene el calor bajo el abrigo, pero mi boca expulsa vaho. Me aseguro de dejar la bicicleta aparcada y estable mientras llegan los peques y me pregunto cuánto más podremos seguir con este sistema de transporte, porque este es ya el cuarto curso y todos hemos crecido muchísimo. Es una forma genial de llegar al cole, algo en lo que me reafirmo especialmente cuando adelanto a los coches que esperan semáforos, se matan en las rotondas y cazan espacios de aparcamiento, aunque esto suponga otra razón más para no pasar desapercibida, algo que me encantaría que ocurriera siquiera de vez en cuando.
Este es casi el momento más frío del día, aunque en el último mes ya notamos, día a día, que el sol va ganando minutos. A mi paso, cuando me lo permite el tráfico de peatones incautos, saludo al brillo de la escarcha en los parques que atravesamos. Me repito la suerte de poder vivir así, que no se me olvide, que no la dé por supuesta.
Los guantes protegen mis manos desde octubre hasta abril; con los oídos, mi punto débil, hago lo que puedo, generalmente aplicar literalmente ese dicho del “ande yo caliente”. Pero el frío hace que de mis ojos se escapen un par de lágrimas cada mañana, que acaban cerca de mis orejas por la velocidad cuesta abajo.
Saludamos a varias familias a nuestro paso mientras sigo sintiendo que me faltan manos para asir todo lo que la mía necesita. Intento no pensar todo lo que ha tenido que ocurrir para que cientos de familias, cada una con lo nuestro, hayamos sido capaces de confluir en un mismo lugar a una misma hora, porque me caería al suelo. Hablamos del tiempo, que es comodín y tema importante a la vez. “La puerta de un colegio es un universo en sí mismo”.
Tras los nervios de las entregas –con ElMayor nunca se sabe lo que puede pasar; con LaPequeña “solamente” será lo habitual en su edad–, el cuerpo se relaja. Si hay tiempo para una conversación posterior con alguien, porque temas siempre hay, el frío va penetrando sin que nos demos cuenta. A veces lo que se habla es más importante y se aguanta lo que haga falta.
Cuando llego a casa nunca tengo frío. El esfuerzo que debo emplear en pedalear cuesta arriba me hace agradecer cada vez que, al menos, ahora podré recomponerme sin testigos; si la elevación del terreno estuviese invertida, con mi casa abajo y el colegio en lo alto, la visión de mí que tendrían los demás claramente sería otra. No digamos cuando haga veinticinco grados más que ahora.
Se acabó el cuidar por unas horas. Empecemos el día.
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Cada martes te cuento cosas que me gustan. No se trata de olvidarme de lo menos agradable y conformarme, sino que busco un relato de mi vida algo más luminoso y valorar lo que tengo y he conseguido.
Si te apetece, aquí te espero.
Otras cosas que me gustan:
Me gusta que una serie que me encanta anuncie su regreso – Algo esperanzador en el horizonte
Me gusta ver el mes con los objetivos cumplidos – Proponerse hacer algo y, pum, hacerlo sin más
Me gusta el subidón de después de hacer ejercicio – Dr*guita de la buena
Me gusta que cumplamos años juntos – Compañero es aquel con quien se comparte el pan
Me gusta guardar el árbol de navidad – La magia existe porque no es cotidiana
Me gusta cuando aún todo es posible – Justo antes de cruzar al otro lado